10.11.06

"Kaziklu Bey" = "El Empalador"

La lámina en color de un mural ocupaba las dos páginas. Había una pequeña fotografía en blanco y negro de la iglesia que lo había alojado, un edificio elegante de campanarios retorcidos. Pero fue la fotografía más grande la que llamó mi atención. A la izquierda asomaba la figura de un feroz dragón en pleno vuelo, con la cola ensortijada no una, sino dos veces, con un ojo dorado de mirada maníaca, y de cuya boca surgían llamas. Parecía a punto de abalanzarse sobre la figura de la derecha, un hombre agachado con cota de malla y turbante a rayas. El hombre lo miraba aterrorizado, con la curva cimitarra en una mano y un escudo redondo en la otra. Al principio creí que se hallaba en un campo sembrado de extrañas plantas, pero cuando miré con detenimiento vi que los objetos dispersos alrededor de sus rodillas eran personas, todo un bosque en miniatura, y que todas se retorcían, empaladas en una estaca. Algunas llevaban turbante, como el gigante que se alzaba en medio, pero otras iban vestidas como campesinos. Unas pocas exhibían brocados ondeantes y altos gorros de piel. Había cabezas rubias y morenas, nobles de largos bigotes castaños, e incluso algunos sacerdotes o monjes con hábitos negros y gorros altos. Había mujeres con trenzas colgantes, jóvenes desnudos, niños. Incluso uno o dos animales. Todos padeciendo una agonía atroz.





Hace unos minutos, este hombre detestable fue a buscar a un médico desconocido sin consultarme, pero el médico había salido. En eso, al menos, hemos sido afortunados, porque ahora no queremos médicos aquí. Pero dejó solo a Erozan precisamente al anochecer.





La niña que ha muerto fue siempre dulce y bondadosa.
Ahora la hermana menor luce la misma sonrisa.
Dijo a su madre: "Oh, madre querida,
mi buena hermana muerta me dijo que no temiera.
La vida que no pudo vivir me entrega,
para darte renovada felicidad".
Pero no, la madre no pudo levantar la cabeza,
y siguió llorando por la hija que estaba muerta.




Llegaron a las puertas, llegaron a la gran ciudad.
Llegaron a la gran ciudad desde el país de la muerte.
"Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos.
Somos monjes y hombres santos, pero sólo traemos malas noticias.
Traemos noticias de una epidemia en la gran ciudad.
Servíamos a nuestro amo y venimos a llorar por su muerte".
Llegaron a las puertas y la ciudad lloró con ellos cuando entraron.



(fragmentos de "La Historiadora", de Elizabeth Kostova)

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