19.9.05

Paradojas de la vida (y de la muerte)

Muerdes, e inyectas tu veneno en la esencia misma de la existencia. Un veneno que enfermó de depresión a los grandes dinosaurios provocando su extinción, mutiló al gran cíclope capaz de ver en el futuro dejándolo tuerto, infectó de pecado las nueve pulgadas de los clavos de Cristo, aisló con putrefacción las ramas de los árboles aún sin frutos, cubrió de palidez los campos de flores en mayo, secó al sol los ojos pacientes de nuestros mayores, y ahogó en lágrimas la inocencia de nuestros niños.

Muerdes, y la Muerte en su alcoba se estremece de placer. Espera ansiosa el fruto que madura en su vientre. Desgracia que nacerá, producto de tu violencia descontrolada e indiscriminada. Alimentas el ego de la viuda negra, orgullosa en su trono en el templo de las almas en pena. Almas que gritan de dolor y desesperación, porque en su plenitud han sido arrancadas de su jardín, como malas hierbas entre la cosecha.

Muerdo, y mancho la excelencia de tu destrucción. Creo seres imperecederos, que no enferman, que no temen al pecado, que hacen hermosa su palidez, que adoran la inocencia del reflejo de la Luna en un oscuro mar en calma. Seres sedientos de sangre y vida, que se burlan de tu patética colección de huesos sin nombre, sin ángel.

Muerdo, y la delicadeza de mi creación desafía la crudeza de tu veneno... por eso me odias, pero... ¿por qué a mí me temen y a ti te respetan? ¿por qué a mí me dibujan junto a tu esposa, la Muerte, y a ti junto a mi amada, la Vida? Yo soy la hoja fría de la espada del diablo, y tú el ángel redentor de la muerte. Es éste, sin duda, el más paradójico de los mundos.


(TEE7H1NG; 10/12/2004)

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